El viento ruge furioso. No es mi pretensión hacerlo callar, ni apagar tu visión escarlata. La pantalla líquida se derrama como tus ojos inconfundibles que estallan en lágrimas.
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¿Dónde estas, estrella? Espero en la orilla del silencio, si acaso el mar te devuelve y no nos aleje más la tempestad horrible de tu odio.
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Jamás soportaba estas palabras, alada en estupefacientes. ¿Y si toda su ira retornaba? Ya no éramos chiquillos y habíamos llenado nuestras existencias de un misterio insaciable, semejante al intangible sueño. Cada vez más cerca de nuestros espectros, plomo.
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Agrietándolo todo para que la opacidad de nuestras vidas se rebaje, sin desaparecer. Agrietándolo todo con palabras nuevas, con nuevos nombres y formas, sin mucha demagogia existencialista. Porque dejábamos de ser chiquillos, tirados en el suelo, sudados y sin palabras para silenciar.
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Que acaso lo tuyo era mío y aún fracaso.
Esperé a que todo el ciclo de enfado pase, como una revolución incierta, insostenible. Insoportables, los edificios se derraman por mi ventana, y se hacía vapor la sopa caliente. Que todo lo que es repentino es también un desierto inoportuno, porque no te había como presciencia, ni esperaba así para ninguno – y todo lo que esperé se deshizo en la sombra de los días.
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Entre ronquidos, entre gatos pegasos y una lluvia de monedas antiguas, óxidas e inservibles al lucro, precipitadas de un flujo de odio y fracaso, de desperdicios atentos al afecto de nuevas escorias.
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Era acaso un invento que podía deshacerse, como los planes de un forajido perdido en su propio intento de suicidio; ¿Qué es lo que vi con toda la mente, sino una diarrea de palabras que ahora me descosen y se aprovechan de la música para subsistir parasitarias?
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Y sin embargo era lo más lindo que jamás hubiera hecho: por nosotros, por ti, y por algún dios desconocido.
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Todas estas cosas resuenan en tu alma, y no sabes que hacer con ellas.
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