sábado, 3 de abril de 2010

86. ~ Página de desgracia.

Un día parece desmoronarse. Ligeramente se destroza. Se caen las paredes temblorosas, los adornos instalados también se caen, y se quiebran en el suelo. Hechos pedazos, siguen vibrando como finas porcelanas y sus emisiones me transtornan. No lo resisto más y caigo al suelo, tratando de taparme los oídos, pero esas ondas vibran a través de mí y no puedo escapar a ellas. Pienso que es el fin, que podría colapsar, tener un aneurisma si todo se sigue acumulando así. La gente camina con paciencia dominical por las calles, y una señora con su perrito pasean muy por cerca de mí. Si apenas la dama pasa su bastón por encima mío, para no pisarme. Estoy hecho mugres, no se porqué colapso. No se porqué caen los muros. ¿Por qué se desmorona el día? Sigue vibrando toda mi cabeza. Trato de levantarme del piso. Es difícil. Camino como cojeando un poco, casi arrastrándome. Estoy cerca del edificio dorado, centro de los fans del Dragón. Cruza la maldita avenida una y otra vez. Hay demasiados carros. El cielo tiene un rojo dominante. No tengo recuerdos. Tengo frente a mi una vieja casa destruida y abandonada. Las putas y los pasteleros la frecuentan. Apesta horrible. Llega el viento de más lejos, aleja el caucho de mi, y traen el olor de gasolina fresca y volátil. Decidiría incendiarme, y acabar con esto. Tengo suerte de no estar con hambre, pero me pesa el cuerpo. Hay una clínica cerca: no será buena idea caer por ahí. He de cruzar otra vez, y volver, en sentido contrario, a verdes más extensos. Con árboles.

Camino.. es rastroso caminar. Pronto una patrulla azul me detecta, pasa cerca de mí, me observa, y habla por radio. Pasa lentamente. ¿qué quiere de mi? Se aleja, desaparece. Yo también desaparezco. Mis pasos no hacen más ruido, las vibraciones han cesado. Ya no tengo sombra. Ya no estoy ahí. No estoy en ninguna parte, pero puedo ver. Puedo oir. Pero se oye diferente. Es amorfo. Todo a la vez, todo un sonido, y no muchas fuentes distintas.

Floto.. me desplazo hasta los árboles. El verde es precioso. Las hojas doradas rechinan caídas al suelo como metal. Los hombres las pisan y se oye el estruendo terrible de su derrumbe. Ligeramente se destrozan y se quiebran en el suelo. Busco volando los baños y paso sin pagar y sin ser visto. Quiero verme en el espejo, y éste estalla hecho pedazos cuando lo miro, pero ya no puedo verme otra vez, pies, manos, cabello, todo eso.

Saco la jeringa más usada del día y con mano firme la clavo en el vial para recargarla de droga. “Usar una vez y destruir” está ya ilegible en la jeringa por el uso. Sacudo las pequeñas burbujas, y me coloco en cuclillas. Las venas están tensas y las pincho hasta que la sangre invade el contenedor. Aprieto. Cada instante es delicioso y perfecto. Es reconfortante y volátil. Es etéreo y efímero, pero intenso e irremplazable.

¿Qué más hace? Un hilo de sangre se derrama por el brazo. Sangre brillante, diamantina. ¿Y a dónde va? Se derrama por el suelo, y goteando, hace un camino que yo sigo indiscretamente y sin dudar. Ahora, al salir del baño, la gente sí me mira, y me mira raro. Y yo sigo a la sangre, pero los demás no lo entienden. La sangre me lleva hasta una banca, quiere que me siente y descanse, y así lo hice.

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